viernes, 25 de mayo de 2007

Galloloquismo al ataque

Si de algo adolecen en mucho los políticos que aspiran a gobernarnos, aquí y en casi todos los países latinoamericanos, es en la carencia esencial de estrategias de comunicación para que la gente, los electores, conozca de sus propósitos y entienda sus actitudes. Por eso, siempre es mayor el número de vencidos que el de vencedores.
Las campañas contemporáneas se basamentan mucho en la comunicación porque el blanco de público, el centro de la actitividad pre-electoral, es el ciudadano común, el votante indeciso, que le gusta o no tal o cual aspirante en función de su cotidianidad. De ahí, que la propaganda y la difusión de mensajes para captar votos se concentren más en tocar los temas de la economía, la seguridad ciudadana, el empleo y/o desempleo, el costo de la vida, etc..
Las estrategias de comunicación orientadas a la victoria, no a satisfacer caprichos de los candidatos y su entorno, tienen que convencer al elector de la sinceridad de los planteamientos que se le formulan. No hay camino al triunfo si la gente no sintoniza sus necesidades, aspiraciones y hasta sueños con lo que expresa el candidato.
A la actitud generalmente egocentrista de los políticos, que piensan en los electores solamente cuando las autoridades de comicios están contando los votos, se une para esa falla en la comunicación la existencia en el entorno de los candidatos de oportunistas e ignorantes, a veces pretendidos estrategas, exponentes fieles del galloloquismo.
Se dice que “nada más osado que un ignorante” por lo que no es raro escuchar a “asesores” que no son tales, que carecen de condiciones cualitativas, haciendo como suyos planteamientos teóricos que otros les han preparado o que han leído y copiado de textos elementales de estrategias de campaña.
Es donde observamos el ataque del galloloquismo, pernicioso y dañino síndrome que conduce a los equipos de campaña por caminos equivocados, que pone a los candidatos a dar palos a ciegas.
Un candidato que comete esos errores, por decisión propia o inducido por amanuenses y mangansones, no consigue jamás posicionarse en la mente de los electores como el líder que va a solucionar sus problemas. Y en consecuencia, aún cuando sean muchas y grandes las debilidades del adversario, se le hará muy empinada la cuesta a escalar para alcanzar la victoria.
Lo grave de todo esto, es que cuando el galloloquismo está suelto y al ataque en un equipo, para erradicarlo hay que gastar muchas energías hacia adentro, cuando lo vital es reservarla para lo que espera afuera.

sábado, 19 de mayo de 2007

El séptimo bunker

Apasionado de la grandilocuencia en todas sus manifestaciones, incluyendo (¡claro está!) la del crimen, Adolfo Hitler confió a Albert Speer, por recomendación de Joseph Goebbels, la construcción de grandes bunkers o fortificaciones diseñadas de tal manera que tuvieran puntos de defensa en 360 grados o defensa circular, con ametralladoras de grueso calibre y un angulo de tiro de 180 grados.
Datos de la época de gloria del Tercer Reich refieren que algunos de esos bunkers contaban con una o dos entradas cubiertas por puertas blindadas y con otras internamente protegidas, además de facilidades que iban desde habitaciones para la guarnición, cuartos de baño, cocina y cuarto de comunicaciones, hasta planta de energia y salida de emergencia. Seis de estas edificaciones construyó Speer en el Berlín de los años 40, incluyendo el de la Cancillería, donde el Führer y hasta Goebbels dieron la bienvenida a la derrota alemana.
El escritor norteamericano Irving Wallace, compañero de Ronald Reagan en el Army durante la Segunda Guerra Mundial, en su cautivante estilo novelado, mezcla de realidad y ficción separadas apenas por una frontera abstracta, sostiene en su obra “El Séptimo Secreto” que eran siete los bunkers de Hitler, insinuando la maniobra del Führer en 1945 para que se le creyera suicidado junto a Eva Braun mientras ambos escapaban por un pasadizo subterráneo que los habría llevado a una edificación de este tipo cuya existencia era secreta, y donde vivirían por años sin ser descubiertos.
Los bunkers de Hitler eran subterráneos, hechos para resistir bombardeos, con tremendos sistemas de seguridad, en capacidad de responder ataques de cualquier tipo y modelos de la arquitectura guerrerista de aquellos tiempos, que aún con rasgos faraónicos era tosca, sombría y si se quiere hasta lúgubre.
Hoy en día, un bunker es otra cosa. Generalmente no es subterráneo aunque pudiera estar fortificado para enfrentar jornadas imprevistas. Interiormente, sus facilidades no deben ser toscas sino agradables para comodidad de sus usuarios, y pese a que se presume que sus ocupantes pretenden usarlos para aislarse de los demás talvez no sea ese el propósito de establecerlo, ni el mejor de los fines y uso que puedan darles.
Es más, ha variado tanto el concepto de bunker que muchos bohemios tienen algunos semi-clandestinos, en especie de apartamentos de solteros, y no faltan las tiendas de licores (licuor store, como prefieren identificarse ahora) que han adoptado esa identidad.

Victoria, el 16 de mayo

Conversaba en Miami hace ya unos cuantos años con un entonces y hoy otra vez funcionario del Gobierno, que para esos tiempos era mi amigo y con quien trabajaba muy de cerca, sobre las habilidades necesarias para conducir vehículos de motor, de las cuales él carecía (y creo que aún carece) y sobre las que me afirmaba no tener interés en poseer “porque siempre tendré chofer para mí y para mis hijos”.
Como reacción instantánea, muy espontáneamente le comenté que pese a ello, me sentía en ventaja “porque en algún momento serás ex funcionario y yo nunca seré ex periodista”. Así ha sido, aunque él ha vuelto a ser funcionario. En otro momento, de nuevo, seguro que volverá a ser ex.
Todo viene a cuento como preámbulo para un relato vinculante al ejercicio profesional, el amor paternal y la descendencia familiar. Veamos:
Profesionales de la sicología y el análisis del comportamiento humano aseguran que los padres tienden a ser generalmente los seres más admirados por sus hijos, no tanto por lo genético sino además por el ejemplo que de ellos toman y por la cotidianidad de su intercambio.
De ahí, probablemente, que haya surgido aquello de que los padres quieren lo mejor para sus hijos, base primogènita de los consejos y recomendaciones paternas, del “añoñamiento” para esos descendientes y de procurar compartir con ellos satisfacciones y sufrimientos.
Ya con cinco varones en la prole, en 1986 –para esta misma fecha- tuve la fortuna de recibir en la familia a mi primera procreación femenina. Aquello fue para mí una victoria, razón por la que le dí ese nombre a la criatura, en clara evidencia de satisfacción, aunque otras hembras y varones llegados después completan y/o complementan el orgullo paterno por la procreación.
Cumplidos hoy 21 años de su nacimiento, congratulo a Victoria, mi hija mayor, y me congratulo yo, porque ella –casi terminando su formación universitaria en comunicación- se empecina en seguirme los pasos, aún con mis advertencias sobre la parte ingrata de este oficio, lo nada benéfico en que se torna económicamente cuando se ejerce por vocación y convicción, y ¡claro! con mi reiterada proclama de que “hay que tirar páginas a la izquierda” para no ser uno(a) más del montón, todo lo cual ya ha ido comprobando.
Aún así, es el periodismo tan atrayente y cautivador que tengo la seguridad y convicción de que no será la única en mi prole en abrazarlo.

La estrategia en la campaña

Todos los teóricos y tratadistas de la comunicación política coinciden en dar una muy especial importancia, un rol de primerísimo orden en toda campaña, a la estrategia, parte sin la cual sostienen que no camina ninguna candidatura, por carismática y/o mesiánica que esta pretenda ser.
Y ocurre que la estrategia es –ciertamente- parte importante del tinglado. Pero no lo es todo en sí y por sí, aunque su aplicación y seguimiento viene resultando –eso sí- en uno de los componentes más valiosos y caros al mismo tiempo de toda campaña en procura de alcanzar un cargo de elección popular.
Es por esa, entre otras razones, que ahora hay tantos estrategas de campaña, asesores y consultores que van de un confín a otro del planeta, llenando sus curriculums de ítems, presentando propuestas motivadas con lenguaje florido, facturando muy pero muy bien (¡claro está!) y dejando tras de sí una estela de fama.
El consultor cuyas herramientas y consejos hacen posible el triunfo de su asesorado se da el postín, como diríamos por aquí, de autocalificarse como “asesor de candidatos triunfadores” y su aritmética va sumando las victorias aunque generalmente jamás comenta ni agrega las derrotas.
Algunos aspirantes gustan mucho de tomar referencias en candidatos exitosos que han actuado rompiendo los paradigmas que se ha formado la sociedad de quienes pretenden dirigirla. Y como a veces esos parámetros rotos les han dado resultado, tienen asesores por tenerlos pero solamente escuchan y prestan atención a lo que ellos quieren, no a lo que aconseja la estrategia. Es el caso típico (o atípico) del candidato inasesorable o que todo lo sabe. A ese, por más éxitos que le hayan acompañado en otros quehaceres cotidianos alejados de la política, nada bueno se le puede augurar en una campaña.
Esto no quiere decir en modo alguno que toda la verdad y razón esté en poder de los asesores, consultores o estrategas formados y reputados como tales, pero en su beneficio hay que señalar que de los errores surge la experiencia, lo que da ventaja a un estratega con camino recorrido frente a uno que comienza a recorrerlo, o más bien frente a bobalicones, amanuenses o mangansones que por asistir a cualquier seminario o taller de técnicas de campaña ya se sienten magíster en estrategias sin serlo.
En el diseño de toda estrategia de campaña han de tomarse en cuenta numerosos factores, pero básicamente ya en el mundo de hoy hay que partir de investigaciones que arrojen luz a los vericuetos del difícil camino de convencer a la gente, para que el consultor convenza a su vez al candidato sobre lo que debe o no debe hacer. Y si el candidato es asesorable, entonces habrá esperanza.

Plasticidad política

Con mucha frecuencia suelo bromear con mis hijos mayores graficándoles la plasticidad de divas y megadivas de la televisión y el espectáculo con el señalamiento de que cerca de estas no se puede encender un fósforo porque se consumirían derretidas.
Extendida a otras áreas del quehacer humano, debo ampliar mi advertencia porque también hay plasticidad en la política, con el agravante de que en el caso de las divas y megadivas éstas son así en pretensión de más lucidez y garbo para el entretenimiento colectivo, mientras en el de los políticos hay que darle otro enfoque.
Coinciden en propósitos estas beldades (a veces pretendidas) y los políticos en cuanto y tanto el ejercicio de la plasticidad se lleva a cabo con la intención de satisfacer el ego, procurar sobresalir y a veces llenar lagunas de comportamiento en aras de trepar socialmente.
La plasticidad política se evidencia en la conducta que exhiben aquellos que en la exposición pública de “sus ideas” (si las tuvieran) cambian hasta el tono de la voz y gesticulan procurando poses que en ocasiones se tornan en muecas ridículas. También, queda claro que son plásticos los presuntos “líderes” cuya ascendencia no trasciende los espacios de algunos medios benévolos donde a veces hasta “para salir de ellos” les son publicadas fotos y reseñas.
En su afán de estar en todas, estos personajes se hacen denominar “dirigentes” aunque no dirigen nada y ni siquiera ocupan posiciones dirigenciales en las organizaciones donde medran. Muchos lucen exponentes fieles de lo que he dado en calificar como “el mangansonismo” político, espacio reservado a los tantos bobalicones que la cotidianidad política ofrenda a la Nación, aunque en la búsqueda de ventajas, prebendas y canonjías no son tales. Ahí sí es que son hábiles …y por demás dichosos, porque amparados en el lambonismo consiguen con facilidad lo que otros, renuentes a “tumbar-polvo”, no alcanzan.
Nuestra clase dirigente (como gustan que se diga en los entretelones intelectualoides de la “sociedad civil”) tiene la gran responsabilidad de asumir los retos y desafíos del presente para que el porvenir sea más halagador, o por lo menos para dar esa esperanza.
Por esa, entre otras razones, los dirigentes o líderes deben mantener ciertas formas, no para el entretenimiento general sino en procura del convencimiento de quienes ellos buscan sean sus gobernados (tomando en cuenta que la finalidad de todo el que se abraza al oficio de la política es ejercer el poder).

lunes, 7 de mayo de 2007

En la Zona Cero

Creo con toda sinceridad que la humanidad ignora todavía, no ha alcanzado a comprender, la forma cruel como la marcaron los atentados del 11 de septiembre de 2001, que dividieron la historia entre antes y después de esa fecha.
Estando la semana que recién finaliza de paso por la ciudad de Nueva York, por segunda vez después de los atentados me decidí de nuevo a visitar el sitio donde estuvieron las torres gemelas, ahora bautizada en la metrópolis como Zona Cero.
La primera ocasión lo hice en 2003 y ahora, como aquella vez, observando la exposición gráfica-mural de los acontecimientos de aquel septiembre maldito, no pude menos que reflexionar sobre como el fundamentalismo fanático acabó en instantes con la vida de miles de inocentes, en nombre de Alá.
La cavidad profunda que puede observarse en el espacio que ocuparon aquellos rascacielos que desafiaban la gravedad y las alturas es el recuerdo de aquel hecho fatal sobre cuya programación, planificación y ejecución aún se tejen las más diversas teorías.
La comercialización de la tragedia, traducida en la venta en el mismo lugar de la masacre y en los alrededores de souveniles, albúmes de fotos y todo cuanto pueda ser recuerdo de lo que ya no está, plasma en la mente aquello de “lo que pasó, pasó”, y refresca las teorías del consumismo como base y sostén del capitalismo que combatimos con entusiasmo inducido en nuestros años mozos.
Esta es la fecha, casi 6 años después de los atentados, que se ignora con certeza el número de víctimas que dejaron esos hechos, que para Nueva York y el mundo crearon un síndrome y dieron cancha a que se lanzara la llamada Guerra contra el Terrorismo, que tiene sus defensores y detractores.
Visitar la Zona Cero sobrecoge y entristece al más insensible. Las huellas de aquella temeraria y maldita osadía están ahí, a la vista de todos, y no hay forma alguna de entender como los hombres, fanatizados por el adoctrinamiento, pudieron emprender una aventura de esa naturaleza, que traumatizó a la sociedad toda.
No puede haber mente sensata en el mundo que justifique los ataques de Al Qaeda de septiembre 2001 contra Estados Unidos, que más que contra los norteamericanos, victimaron una ciudad como Nueva York, que con todos sus vicios y problemas, no cesa de acoger emigrantes de todas las latitudes.
Porque estando allí, pensé y casi lo expresé en voz alta: ¡Que Alá maldiga mil veces a Bin Laden!.