miércoles, 18 de julio de 2007

Pipigua, yo mismo

El uso de sobrenombres es tan común en la cotidianidad dominicana que pocas personas carecen de una forma de identificación que no sea el nombre de pila con que lo incluyeron en el registro civil tras su nacimiento.
Hay quienes afirman que esa es una forma de protección superticiosa que viene de antaño, enraizada en la influencia afroantillana de nuestros ancestros, mientras otros lo hacen para tener un nombre a la moda, no anticuado como el que entienden le dieron sus padres al nacer.
Hace pocos días, en ruta hacia la ciudad de Santiago, me detuve en La Cumbre para almorzar y dirigiéndome a una de las mesas, escuché un “¡¡¡Pipigua!!!” que me alertó sobre la presencia de alguien que me conoce desde hace mucho tiempo, ya que solamente mis relacionados del pasado me identifican así con cariño.
Un fuerte abrazo selló aquel re-encuentro con Rafael Emiliano Agramonte Polanco (Machanito), abogado, ex ministro, político, quien fuera ayudante del fiscal del Distrito Nacional del gobierno en armas del coronel Caamaño, y de quien atesoro gratos recuerdos.
Cómo olvidar aquella gestión gratuita suya en 1968 que posibilitó mi primer viaje de estudios al extranjero siendo un mozalbete, y su disposición pública –hará cosa de 30 años- “a hacer lo que sea” para que yo tuviera una columna fija en un medio escrito, apenas arrancando mi carrera, de la que cada día me enorgullezco más.
Coincidir con Machanito en La Cumbre me motivó a escribir estas líneas sobre mi personaje favorito: Pipigua, que soy yo mismo, y al que no he encontrado par en ningún diccionario ni en ninguna latitud, lo que quiere decir que es único, que no hay otro Pipigua, que yo sepa hasta hoy.
Contrario a lo que muchísima gente cree, no es de Juan Bosch la paternidad del sobrenombre de Pipigua; él sí solía decirle a mi madre, en el patio de la Casa Nacional, entonces del Partido Revolucionario Dominicano (PRD) y hoy del Partido de la Liberación Dominicana (PLD), “con Pipigua me voy a quedar yo”, aunque después me consideró desafecto.
El creador de este tan original calificativo fue Roberto Hernández, larguirucho y flaco compañero del liceo Unión Panamericana (cuando éste funcionaba donde hoy está el Museo Nacional de Historia y Geografía, en la Plaza de la Cultura), del que hace muchos años no tengo noticias y cuya última ubicación conocida fue como servidor de uno de los departamentos de la secretaría de Estado de Finanzas, hoy de Hacienda, donde por una de esas coincidencias del destino ofrezco mis servicios en el presente.
Nunca me lo dijo, pero creo que Roberto, uno de los líderes de la UER (Unión de Estudiantes Revolucionarios) en el Panamericano de aquellos tiempos, se inventó a Pipigua para graficar la conjunción de mi pequeña estatura con la inquietud, habilidad, solidaridad y activismo que me eran comunes. Ese mismito soy yo: Pipigua, para mis amigos de verdad, que lo dicen con afecto y cariño.

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